She's like a rainbow
Coming colors in the air

viernes, 10 de diciembre de 2010

Tic tac efímero, luces efímeras

Y era como si los dos hubiéramos estado viviendo en pasadizos o túneles paralelos, sin saber que íbamos el uno al lado del otro, como almas semejantes en tiempos semejantes, para encontrarnos al fin de esos pasadizos, delante de una escena pintada por mí como clave destinada a ella sola, como secreto anuncio de que ya estaba yo allí y que los pasadizos se habían por fin unido y que la hora del encuentro había llegado.




People are strange when you're a stranger
Faces look ugly when you're alone

 Tenía puesto un vestido negro cortito y mis zapatos. Los únicos lindos. Estaba en una fiesta. O estaba en la puerta de mi casa comiendo una hamburguesa. O había una fiesta en la puerta de mi casa y yo estaba ahí con un vestido amarillo. Estaba con Aye y bailábamos. Entonces lo llamé a Seba para decirle que iba a volver tarde, que estaba en la fiesta y que todavía no habían llegado las cervezas y que por eso todo se retrasaba y que por eso yo también me retrasaba. Se enojó, obviamente, a nadie le gusta que lo llame su novia diciendo que vuelve tarde de una fiesta. Enculado me puteó.

       Me di cuenta que no me importaba nada más que estar con él. Y lo llamé de nuevo. Tardé una eternidad, porque el celular se había perdido en uno de los bolsillos de mi vestido verde. Cuando al fin lo encontré, no me acordaba el número. Cuando se me ocurrió buscarlo en la agenda, no lo tenía. Cuando se lo pedí a Aye, no lo tenía tampoco. No sé como, pero después de un rato lo llamé y, aunque tardó como dieciséis tonos, me atendió. Le dije llorando que ahora subía, que me iba de la fiesta y que quería estar con él.


          Seba estaba en mi casa, en el quinto piso, en mi edificio de Villa Martelli. El asunto era que este edificio, el de mi casa, estaba distinto: era gris, era viejo, olía mal, estaba lleno de basura, era enorme, estaba descuidado, había vidrios rotos y papeles tirados que volaban con algúna ráfaga repentina de viento. Entré a este horrible edificio que era donde yo vivía y llamé a uno de los cuatro ascensores. Cuando me dí vuelta, había una cola terrible de gente esperando a los ascensores. A mi me atacó la duda, me pregunté: "El ascensor que elegí llamar, ¿Me dejaba bien en mi piso, en mi departamento?"
    
        No recordaba cómo llegar al quinto. Pensaba en esos edificios enormes, como el de Tribunales, que tienen muchos ascensores y todos conducen a lugares específicos. Llegó el ascensor y nadie lo quiso tomar conmigo. Sentí terror. ¿Por qué nadie lo tomaba?, nadie lo explicó, solo siguieron esperando que bajara otro. Sólo un señor subió. Un señor que yo no conocía, pero que me conocía a mí. Me saludó cordial.


           Cerré las puertas tijera y miré el ascensor. Era grande, de carga. No tenía espejo, era gris, casi no tenía luz. Me daba muchísimo miedo estar ahí. El señor accionó una palanca. El ascensor se movía por un mecanismo puramente mecánico y manual. Había una palanca que se debía subir y bajar a gran velocidad para que moviera todo el aparato y subiera o bajara. El señor dijo que él la tenía clara, que conocía mucho esos ascensores. Yo ya temblaba de miedo. Ya no recordaba porqué era tan importante llegar a mi departamento, no recordaba porqué había tomado este ascensor y no había esperado uno normal como las otras personas, de hecho no recordaba que ese ascensor existiera, yo vivo desde los cinco años en este edificio.Jamás había tomado este ascensor.


           El señor, entonces, agarró la palanca y empezó a moverla. El ascensor se movía. Yo me había acurrucado en un rinconcito, no quería que mi vestido rojo se ensuciara así que me quedé en cuclillas. Me tapé los ojos con las manos, transpiraba. Cuando espié entre mis dedos, me di cuenta que el ascensor no subía: bajaba. El señor se reía. El señor se reía porque yo lloraba. Todo esto me daba un miedo extremo. ¿Por qué bajábamos?


              ¡Me quiero bajar!, ¡Frená este ascensor que me bajo! No podía respirar, se me había cerrado la garganta, las lágrimas habían dejado de ser de angustia para ser de ahogo. El señor, que reía, abrió las puertas en el sótano. ¿Desde cuando teníamos sótano en este edificio? Me bajé y miré. Lo único que vi fue a un amigo. Un amigo que estaba raro pero que me daba confianza y lo abrasé. Le conté todo lo que había pasado y me comprendió. Pasan cosas raras, me dijo. Y también me dijo que fuéramos por la escalera. Que la loca se había muerto y que ahora se podía.

         Cuando me nombró a la loca, me acordé de esa vieja callejera que se había instalado en la escalera hace años, entre el tercer y el cuarto piso, y que estaba armada. Nadie la podía sacar. Nadie podía subir por la escalera que era su territorio. ¡Qué miedo subir un piso con miedo a que apareciera y te degollara!. Esa vieja loca de mierda, ¿qué tenía que hacer en mi escalera? Pero se murió, pensé. Se murió. Listo. Ahora puedo subir por la escalera, es seguro. Es lo más seguro.


           Los cinco pisos se hicieron cien. Jamás llegué al quinto. Corría y corría escaleras arriba, pero los escalones no se terminaban nunca, transpiré tanto que mojé con el sudor todo mi vestido azul. Afuera llovía, había una tormenta. Se escuchaban los fuertes truenos. La vieja no estaba muerta. Me di cuenta cuando me saltó encima. Sólo tuve tiempo de verla, de saber que era ella, antes de morir.







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